Largo tiempo de noviazgo, relación indestructible que en convivencia transformaron, eran años de amor compartido, de besos profundos y abrazos calientes, mientras buscaban coronar su felicidad con la llegada de un niño. Lo intentaron en noches de luna llena, en siestas de invierno, en crepúsculos de estrellas, pero naturaleza esquiva, postergación de sueños, todo era intento y el niño no bajaba de la quietud del cielo.
Opiniones diversas, métodos establecidos, oraciones derramadas, esperanzas lastimadas, miradas confusas que al infinito imploraban. Hasta que llegó la estación de los brotes, de colores y trinos, donde todo se vuelve más tibio, hasta el amor se estremece en delirios, donde cada beso parece más osado, donde los abrazos se convierten en un manantial apasionado.
Cuando nacen mucho más los potrillos y los terneros, los perros y los gatos, las flores y los pájaros, donde el macho se excita y las hembras cumplen su divino mandato. Y ellos lo siguieron intentando, desafiando con fe los caprichos del destino, hasta que el amor tuvo su premio y entre madreselvas en flor, con el canto de los grillos y el deambular de las luciérnagas, una noche cualquiera prendió en el útero de la joven, aquél hijo que merecieran.
La gratitud se hizo un canto eterno, Dios fue milagro y primavera. Mas cuando sus ojos vieron la luz en otoño, su llanto fue música celestial, las flores cubrieron su lecho, un canario se convirtió en mascota y la canción de cuna una bella melodía en honor a la primavera.
Pasaron algunos años y decidieron que era tiempo, fueron en busca del hermano, del compañero, del otro hijo de los sueños, pero ya no buscaron en verano, en otoño o en invierno, otra vez se entregaron al fervor de la primavera, donde se tejen milagros, porque en el poder de los brotes esta el secreto, porque la suave briza trae el fresco de las lluvias y los corazones se humedecen de pasiones bendecidas.
Y fueron mellizos los que acunaron sus brazos, un niño y una niña, nueve meses habían deshojado los almanaques, nueve lunas de regocijada espera, una dorada cuna de doble cabecera, un abrigo celeste, una sabana rosa y el amor transportando besos de felicidad contagiosa.
Ya era otoño, las hojas amarillentas corrían atrevidas bajos los árboles de ramas vacías, que como gigantes adormecidos y silenciosos, esperaban pacientes que llegara, el milagro de una nueva primavera.