Los primeros años de vida de los niños son determinantes para el buen desarrollo físico y emocional.
Tener seguridad, gestionar las emociones, saber relacionarse con los demás, ser sensible y empático, son características y habilidades que no aparecen de la nada.
La adquisición y desarrollo de las habilidades sociales y emocionales se producen de manera secuencial. Para lograr construir con ellos estas habilidades, es necesario tener en claro cuáles son los límites.
El límite tiene que ver con el borde, con la frontera, con “hasta aquí se puede”. Cuando no hay límite claro se produce el desborde. Por lo tanto, poner límites significa contener, cuidar y proteger.
En este sentido, establecer normas, no se relaciona con la violencia o el castigo, sino con el amor y la claridad entre lo que los adultos dicen y hacen. Todo esto influye de manera directa en el desarrollo emocional de un sujeto.
La forma en que el adulto estimule y responda a las necesidades del niño, puede facilitar el desarrollo de su personalidad de manera positiva o, por el contrario, puede que contribuya a desarrollarla con poca seguridad y escasas habilidades a la hora de relacionarse con los otros. Poner límites nunca ha sido una tarea fácil ni existen recetas mágicas para lograrlo.
Los niños pequeños ponen a prueba nuestra tolerancia porque están explorando los límites en todos los aspectos del mundo que les rodea, mientras construyen la subjetividad del entorno.
El objetivo de que el niño aprenda disciplina y responsabilidades, es que pueda establecer conductas sanas sin necesidad de recordatorios para lograr mejores vínculos y mayor tolerancia a la frustración.
Esto tendrá grandes beneficios para su desarrollo y su conducta futura como adolescentes y adultos empáticos, respetuosos de los criterios ajenos, a la vez de ser críticos y responsables.