Si pudiéramos conservar algo intacto de la niñez, elegiría, sin dudas la curiosidad. Esa capacidad de preguntar, de investigar, de experimentar, de dudar… sin desconfiar, sin límites.
Del latín curiositas, la curiosidad es la intención de descubrir algo que uno no conoce y para descubrir se necesita tener una mirada libre de prejuicios y colmada de incertidumbres.
Los niños descubren y analizan su entorno despojados de vergüenza o miedos limitantes. Ese es el verdadero motor del aprendizaje y el origen de la ciencia: la curiosidad.
El deseo por conocer hace que los niños exploren todo su entorno y el asombro se convierte en la motivación para la adquisición de nuevos aprendizajes. En los primeros años de la infancia esta capacidad se expresa naturalmente y es a partir de la mirada de los adultos que comienzan a perderla y con ella, la posibilidad de desarrollar al máximo sus habilidades.
La educación formal, en muchos casos, no permite curiosear, se enfoca en estructurar información que en pocas ocasiones, se transformará en conocimiento. La escuela preocupada en cumplir con los requerimientos de un sistema obsoleto, se olvida de ocuparse de los protagonistas de este engranaje que son los estudiantes.
Einstein dijo que sería un milagro que la curiosidad sobreviva a la educación reglada. Por ello, la educación debe estar orientada a vivir el aprendizaje desde la experiencia, contextualizando los contenidos a los diferentes entornos para mantener encendido ese motor que genere nuevos saberes.
Para los niños el mundo es una verdadera aventura y cualquier escenario es una oportunidad a descubrir.