Es sabido que las emociones afectan directamente los procesos de aprendizaje. Que los entornos más amigables son en los que mejor se desarrollan los niños.
Tradicionalmente, la educación ha hecho hincapié en la transmisión de contenidos curriculares que, suponen, el éxito del futuro social y profesional de las personas. Sin embargo, estamos atravesados por historias, experiencias y aprendizajes que van moldeando la manera en la que nos relacionamos con el entorno y con los demás.
Entonces, ¿no será igualmente importante enseñar a gestionar las emociones para resolver de manera apropiada los conflictos a los que nos enfrentamos a lo largo de la vida?
Tal Ben-Shahar, profesor estadounidense, propone la necesidad de enseñar en las escuelas a ser felices. Explica que “ser feliz no es estar bien todo el tiempo, ser feliz es saber tolerar el malestar y no dejar de estar bien o sentirse pleno aun estando en una mala situación o con malas condiciones.”.
Para esto propone varias estrategias como, desconectar de la tecnología, cultivar las relaciones personales, demostrar gratitud por lo que se tiene, creer en la felicidad e invertir tiempo a desarrollar las pasiones.
¿Cuánto de esto se enseña en la escuela?
Me atrevo a decir que casi nada, que estamos tan enfocados en el acopio de información y en tareas descontextualizadas, que nos hemos olvidado de enseñar a los niños a ser mejores personas, a que el éxito en la vida está relacionado con el bienestar y el amor.
Si el aprendizaje está íntimamente vinculado con lo emocional, la felicidad es el pilar fundamental para la Educación. La felicidad, entendida como la posibilidad de ser resilientes y empáticos en un mundo donde la tolerancia y el respeto sean prioridad.
Si construimos un mundo con niños felices, serán adultos exitosos en cualquier entorno. La felicidad brinda las posibilidades para desarrollar habilidades sociales, emocionales y cognitivas, lo que les permitirá enfrentar desafíos y adaptarse a diferentes circunstancias.