“Mamá, ¿cuánto falta?” “Empecé el gimnasio hace un mes, pero aún no veo resultados” “Cuando logre ahorrar, haré ese viaje” “Después lo llamo” “La semana que viene lo visito” “Mañana termino”…
Venía postergando lo suficiente como para que cada día me fuera a (intentar) dormir con la agenda llena de pendientes. El después, mañana o algún día eran mantras a los que apelaba a diario, con el peso que supone no completar.
Pasó de pronto que la conversación “después” ya no hacía falta, que la persona que esperaba visitar ya no estaba, y que la consecuencia de mi inactividad lo único que provocaba, eran conversaciones internas de castigo y frustración.
Mi espejo me enseñó, nuevamente, que eso yo lo estaba eligiendo. Quizá no de manera consciente, pero sí era esa mi reacción frente a lo que me aparecía. De nuevo, utilicé entonces, la declaración del basta. Y recién a partir de allí, cambié la manera de actuar. La diferencia no está sólo en “no postergar”, sino también en adelantarse, y no comprometerse con actividades que o bien no elijo hacer (¿cómo te llevas con el compromiso?), o las hago porque siento es lo que se espera de mí (¿sentís culpa a veces?), o porque no supe decir que no (cuidado! Tu dignidad está en juego).
Cuando me detuve y lo observé, mi lista de pendientes y de “obligaciones” desapareció. Y no porque no haya tareas que no deba hacer, sino que esas mismas, hoy las concreto porque sé que son un paso más que me acerca a mi propósito.
Ponerle “valor” a tu hacer aliviana. Juzgar el impacto y sentido de esa lista eterna de actividades, te permite tachar, cancelar o invitarte a no hacer aquello que no te suma, que no te hace crecer. O en el peor de los casos, te ordena, y queda pendiente, pero desde la elección consciente de que ya llegará el momento para ello.
Deseamos muchas veces el futuro hoy, y esa es la incoherencia que se manifiesta luego en ansiedad.
Cada cosa a su momento, con orden, disciplina y sentido. Tal mi aprendizaje de este mes, que comparto hoy, ni antes ni después. Justo.